Vivir en la calle: ¿Cómo fue que lo naturalizamos?

Fotografia: Pablo Vitale/PH

El cartoneo, comer de la basura, dormir en una esquina bajo un techo aleatorio, no formaba parte de nuestra cotidianeidad y hoy se integra al paisaje de las ciudades.

Álvaro Ruiz

Fonte: El Destape
Data original da publicação: 21/03/2022

“Desprecio la caridad por la vergüenza que encierra”, nos dice uno de los versos de Atahualpa Yupanqui en Milonga de un Solitario, y el concepto que subyace se emparenta con el sentido de la célebre frase de Evita: “Donde hay una necesidad nace un derecho”. En ambos casos se nota un profundo rechazo de concebir como dádivas o concesiones graciosas lo que, en realidad, es el debido reconocimiento de todo lo que atañe a la dignidad humana.

Ir a parar a los caños

La palabra “atorrante” es claramente polisémica, por tener o haber adquirido con el correr del tiempo distintos significados. Con ella podemos aludir a haraganes, vagos, holgazanes, vagamundos; y también, con una connotación menos descalificante, a quien lleva una vida o adopta conductas no ajustadas a determinados cánones sociales, o algo licenciosa, o que genera cierta simpatía por sus actitudes disruptivas.

A su vez, puede identificar -o haber identificado- a quienes adoptaban por fuerza de las circunstancias o de sus propias carencias hábitos de vida de extrema pobreza, lo que se vincula con el origen de esa palabra que sigue siendo objeto de debates.

Así como hay quienes se remontan a épocas de esclavitud en las tareas de torrado del café, para identificar a aquellos que en lugar de cumplir con sus labores se echaban a descansar (a “atorrar”), en vez de estar tostando estaban “atorrando”; otros ubican en algunas regiones de España el nacimiento de ese término, para referir a los molestos, necios, pesados e incluso con sentidos descalificantes como los señalados más arriba.

Existen otras posturas al respecto, más próximas a nosotros y que algunos consideran formando parte de mitos urbanos, que ubican su origen como una derivación de hechos y costumbres registrados en la segunda mitad del siglo XIX. Cuando en la ciudad de Buenos Aires se realizaban importantes obras de entubamiento de aguas corrientes y, ya fuera para el entubado de arroyos o para desagües pluviales, se utilizaban caños de grandes dimensiones importados de Francia que llevaban la marca (“A. Torrant”) de la empresa proveedora.

Esos caños se apilaban en las zonas costeras principalmente y en su interior se guarecían, permanecían y solían dormir indigentes que no contaban con ningún tipo de recurso. Desde esa interpretación, la palabra atorrante se usaba o surgió para identificar a las personas que vivían en dichas condiciones.

Mito o no, queda fuera de discusión que una referencia semejante se adoptó social y coloquialmente para indicar la más baja declinación que podía afectar a una persona. Fue común -y en alguna medida sigue siéndolo- que ese tipo de situaciones se describan con frases tales como: “se va a ir a los caños” o “se irá a vivir a los caños”.

Sin embargo, la realidad de aquel entonces -y en las décadas siguientes- mostraba que esa situación marginal extrema –“situación de calle”- afectaba casi exclusivamente a varones adultos, lo que no restaba trascendencia al estado en que habitaban otras personas y familias en conventillos, hacinados en hospedajes que eufemísticamente se denominaban “hoteles familiares”, o en viviendas sumamente precarias.

Pobreza y miseria

La línea que demarca esa frontera a veces es delgada o se difumina, pero existe y ofrecen diferencias apreciables los campos que respectivamente ocupan, que no se restringen a los datos que proporcionan valores estadísticos predominantemente signados por capacidades de consumo o estándares economicistas.

La pobreza implica carencias importantes, condicionamientos evidentes para hallar vías que mejoren la existencia, una mayor exposición a violencias sociales e institucionales variadas, dificultades para acceder a bienes relevantes en materia de educación, salud, trabajo o vivienda. Sin que por ello las personas pobres no encuentren un lugar en la sociedad, reconocimientos colectivos e individuales y ostenten distintos grados de empobrecimiento que también conforma una escala que impide atribuirle una uniformidad sin relieves.

La miseria depara una absoluta exclusión, una condición que se plantea irredimible, un destino que suele juzgarse como un camino de un único sentido hacia estados más miserables, padecer una suerte de deshumanización y con ello respuestas sólo represivas o teñidas de una condescendencia caritativa que acentúa aquella caracterización sin brindar salida inclusiva alguna.

El avance implacable del “Mercado” exacerbado por el neoliberalismo con la financiarización de la Economía, ha concentrado en tan alto grado la riqueza que -como no podía ser de otro modo- produjo una consecuente ampliación de la pobreza llevándola a límites inconcebibles que, en la práctica, impactaron en un crecimiento desproporcionado de la miseria y sin precedentes en nuestro país.

Para los más jóvenes o los menos memoriosos, quizás pueda causar sorpresa las evocaciones contenidas en esta nota, acostumbrados desde hace tiempo a escuchar algunas voces que afirman que “pobres hubo siempre” y con ello pretender englobar toda clase de inequidades sin detenerse a considerar que esa frase, aún si se la admitiese como una verdad universal e inexorable, no constituye un absoluto, sino que impone hacer distingos en lo que efectivamente representa para quienes quedan atrapados en esa categoría.

Imágenes de Buenos Aires

Lejos de estar animado por un centralismo porteño, que indudablemente existe, siendo esta Ciudad la más opulenta, con mayores recursos y en la que viven o transitan a diario millones de personas, entiendo pertinente tomarla como ejemplo de distorsiones sociales graves que se han ido produciendo desde fines del siglo XX y persisten en la actualidad. Máxime, cuando más allá de lo emblemático que cabe reconocerle no es patrimonio exclusivo de la ciudad puerto, manifestándose en esencia -ajustada a sus particulares idiosincrasias y dimensiones- los mismos o similares desvaríos en otras tantas ciudades.

Hasta los años ’60 o principios de los 70’ no era frecuente ver niñas y niños pidiendo limosna, ni era significativo el número de personas -computando también jóvenes y adultas- en esa condición.

La recuperación de desechos con fines diversos tampoco importaba un universo amplio, que básicamente se concentraba en las “quemas” de basura en la periferia urbana y otras formas del “cirujeo” con la recolección de determinados objetos, como los clásicos “botelleros” que ingresaban a Buenos Aires con carros tirados por caballos -a tracción a sangre, luego prohibida su circulación- y que cargaban otros elementos de lo más diversos (de metal, madera, plástico).

Las recurrentes emergencias habitacionales, como las migraciones internas y desde países limítrofes, incidían en el aumento de los asentamientos urbanos y periurbanos, convertidos en una suerte de precarias ciudadelas. Aunque no se extendían a la ocupación de espacios en la vía pública, menos todavía por grupos familiares, siendo muy acotado el número de personas en situación de calle y las que así transcurrían sus días en general eran personas de edad avanzada, básicamente varones, y otras empujadas por la orfandad que les provocaban padecimientos mentales notorios.

El empleo formal registraba bajas tasas de desocupación, a la par que el sector informal era acotado y se concentraba en ámbitos específicos del comercio y los servicios.

En los años ’90 aparecen fenómenos nuevos, que suelen ser considerados en análisis y reflexiones ligados a lo macro, meras cifras sin carnadura, que raramente generan conciencia efectiva sobre la dimensión humana que representan y sin ser visibilizada en tanto tal.

Fenómenos que veíamos en países tradicionalmente empobrecidos o en otros con mayor nivel de desarrollo como un emergente de sociedades con problemas de pobreza estructural y oligarquías nativas consolidadas políticamente, atravesados por tensiones raciales, étnicas o religiosas, que no eran asimilables a la Argentina. Que sabíamos y sentíamos como algo totalmente lejano, extraño a nosotros, o que pensábamos constituían visiones futuristas distópicas fruto de un pesimismo exagerado.

El despliegue de desarrollos inmobiliarios (barrios privados, countries u otros emprendimientos comunitarios cerrados) dirigidos a capas medias y altas fueron desplazando los barrios obreros mucho más allá de los confines citadinos, cada vez más distantes y en terrenos inapropiados para la construcción de viviendas por los suelos anegadizos y la falta de infraestructura (vial, cloacal, de suministros energéticos, o, en el mejor de los casos, aislando las preexistentes en una suerte de diagramación medieval (infra y extra muros).

Cuando diversas circunstancias (sociales y personales) comenzaron a inducir a un retorno a la ciudad, se reprodujeron en propiedad horizontal esos mismos conceptos de hábitat, elitistas y no integrados al entorno comunitario, con igual ánimo segregacionista.

En esa última década del siglo pasado, la crisis habitacional recrudeció y llegó a instancias desoladoras, con un desempleo abierto de dos dígitos, una informalidad avasalladora como último recurso de estrategias de supervivencia, la imposibilidad masiva de acceder a viviendas alquiladas incluso por familias en que uno o varios de sus integrantes contaban con un trabajo formal, que llevó a acciones desesperadas.

Tomar tierras baldías instalando campamentos emulando tolderías, con carencias básicas de todo tipo, confrontando con oportunistas que se arrogaban títulos de propiedad inexistentes o pretendían medrar con la desesperación de quienes alentaban esperanzas de encontrar reparo y finalmente construir su casa.

Recurrir en familia a espacios públicos, bajo las autopistas o en parques o zonas agrestes y abandonadas de la ciudad, refugiarse en predios lindantes a estaciones de ferrocarril o buscar amparo en esquinas, recovas o bajo techo en las entradas de edificios aleatorios y sólo durante la noche, cargando como trashumantes sus miserables y voluminosas pertenencias durante el día.

Se verificó una tendencia masiva a la recolección informal de residuos, con distintos grados de organización y gracias a ella algunos mecanismos de protección entre -y para- quienes trabajan en esos menesteres, sin que se neutralicen las deplorables condiciones en que desempeñan esas labores y la exigencia de desarrollarla revolviendo la basura o incluso sumergiéndose en los contenedores.

¿Qué nos ha ocurrido?

Con esa pregunta no pretendo interpelar a las y los caídos en tan extrema pobreza, sino particularmente a quienes hemos podido evitarlo y, principalmente, a la Sociedad toda que parece haberse acomodado a tan injusta realidad.

El cartoneo, comer de la basura, dormir en una esquina bajo un techo aleatorio, no formaba parte de nuestra cotidianeidad y hoy se integra al paisaje de las ciudades, hasta de las más ricas como la CABA.

Nos habituamos a ver a personas jóvenes, hombres y mujeres pero también niñas y niños, tirando de precarios y pesados carros con enorme esfuerzo físico, que no es muy difícil imaginar lo que supondrá para ellas y ellos en un futuro no muy lejano.

Si bien sin llegar a esos extremos, aunque no exentos de riesgos cotidianos ni de la afectación de elementales derechos, también nos acostumbramos a otros trabajos con transporte a tracción a sangre humana (en bicicletas o a pie) de los repartidores de diferentes plataformas (APP), en las que se concentraron las mayores ganancias -aquí y en el mundo- en tiempos de pandemia y que siguen manteniendo a su personal en la más absoluta desprotección.

Cada día le prestamos menos atención a los miles de personas que viven en la calle, pidiendo o durmiendo en las veredas por las que pasamos, instaladas frente a nuestras casas, las más de las veces junto con pequeñas criaturas cuyo desamparo es responsabilidad de todos coadyuvar a resolver, pero constituye un deber primario del Estado.

No será el Mercado el que provea de una justicia distributiva que permita romper con esas estructuras sociales intolerables, ni sus clásicos grandes operadores los que puedan asumir serios compromisos para un despegue de una Argentina inclusiva cediendo a una codicia especulativa e indecente que pone en riesgo la seguridad alimentaria de la población.

Es ilusorio pensar en una mesa que reúna a actores tan disímiles, en cuanto a su ética social no sólo a su ideología, con el objetivo de aunar convicciones y voluntades en una construcción colectiva para una salida viable.

No existe un “todas y todos” convocante ni convocable para el bien común, lograr ese propósito es tarea del Estado distinguiendo entre quienes -aun en la diversidad y el antagonismo- pueden sumar para erigir una Patria justa y soberana, y los que jamás aportarán esfuerzo alguno tras ese objetivo que sienten ajeno. Al Pueblo corresponderá exigir su concreción y controlar su ejecución, dejando de mirar hacia otro lado como hacemos con quienes viven en la calle, pasando por alto sus desgracias.

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